No sintió el disparo. La sangre le manchó las manos y le cerró los ojos. La muerte no le dio tiempo. Ahora quizás podría conocer el paraíso. Había vivido toda su vida recorriendo los nueve círculos del infierno.
María Graciela Kebani
No sintió el disparo. La sangre le manchó las manos y le cerró los ojos. La muerte no le dio tiempo. Ahora quizás podría conocer el paraíso. Había vivido toda su vida recorriendo los nueve círculos del infierno.
María Graciela Kebani
No encontraba las llaves, ni la billetera, ni los lentes. Tampoco aparecían ni su maletín ni sus relojes. Ni siquiera sus trajes colgaban en los placares ni sus libros se alineaban en su biblioteca. Después de todo, aquella casa no era su casa, ni era su rostro, el rostro que le devolvía la luna del espejo.
El viento sacudía su pelambre con furia inusitada. La tarde se había vuelto noche casi de repente.
Los rayos como serpientes de acero agrietaban los cielos plomizos, mientras los truenos echaban a rodar su estruendosa ira.
Los pájaros ya habían desaparecido buscando amparo.
Pronto la tormenta se nos caería encima y no nos daría tregua. Las plegarias que lográbamos hilvanar, las pavorosas ráfagas del vendaval las deshilachaban.
Hasta los relámpagos desnudaban nuestra impiedad y los truenos no hacían más que acallar nuestras voces suplicantes.
Ningún dios podría perdonarnos.
María Graciela Kebani
María Graciela Kebani
A Julio Cortázar
Sospechaba que la casa hacía años estaba vacía. Sin embargo, creyó escuchar ruidos en la planta alta. Resolvió acabar con la incertidumbre. Subió la escalera de madera que crujía escandalosamente.
Nadie en la primera habitación. Nadie en la segunda. Nadie en ninguna parte. Cuando giró para regresar a la planta baja, la muerte lo esperaba al pie de la escalera.
María Graciela Kebani
Todos se habían ido. Otra vez lo habían dejado solo. Solo.
Jadeando llegó a la esquina mientras las sombras de los árboles se alargaban sobre las veredas.
Bajo la luz de las farolas su sombra se adelgazaba más y más. Pronto desaparecería como un fantasma.
Después de todo era su destino.
María Graciela Kebani
Y entonces se escuchó un grito y otro y otro más. Y el Universo entero detonó en un atroz alarido. Luego, un silencio tremendo y el abismo. Más allá, un horizonte de sombras.
María Graciela Kebani
-Señor, ¿cuál es su nombre?
-Alí Babá.
-¡¿Alí Babá?! ¡No me diga! ¿Está insinuando que, sin darme cuenta, me encuentro metido en un cuento de Las mil y una noches?
-¿Y quién le dijo a usted que yo soy un personaje de ficción?
-¡Oh, vamos! ¿Dónde dejó a los cuarenta ladrones? ¿Y Morgiana?
-¿Usted cree que vive en un mundo real?
-Obviamente.
-¿Usted está convencido de que en su mundo no hay espacio para la fantasía y el misterio?
-Por supuesto.
-Bueno, entonces no dude y cierre de inmediato el libro. Así podrá disfrutar de la realidad real y verdadera de su universo y de su monotonía. Dígame, ¿es más absurdo una cueva que se abre milagrosamente al pronunciar ciertas palabras mágicas o que los hombres se maten entre sí y destruyan su propio hábitat? Y permítame brindarle un último consejo: intente, si quiera una vez, pronunciar las palabras maravillosas: "¡Ábrete, sésamo!".
María Graciela Kebani
-¿Y usted quién es?
-Simbad, el marino.
-¿Ah, sí? Si usted es Simbad, yo soy el genio de la lámpara maravillosa de Aladino. Tanto es así que puedo concederle tres deseos, aunque le parezcan muy difíciles de cumplir.
-Perfecto. Entonces mi primer deseo es que la humanidad logre convivir en paz de una buena vez.
-¿Pero qué me pide? Eso es imposible. Si ni los dioses de las grandes religiones, ni los santos, ni los monjes tibetanos ni las monjas de clausura han conseguido que los hombres vivan pacíficamente, se imaginará que yo, solito, a pesar de mi omnipotencia, en este caso, me considero impotente. Podría solicitarme algún otro deseo menos complejo.
-¿Sería más sencillo solicitarle acabar con el hambre de todos los seres humanos del planeta Tierra?
-Claro que sí. Su pedido podría satisfacerlo al instante.
-Mire que son millones los que padecen hambre.
-No se preocupe. Ya está concedido. ¿Su segundo deseo?
-¿Podría sanar a todos los enfermos?
-Por supuesto. Concedido. Le queda el último.
-El último es predecible. Deseo que si yo soy en verdad Simbad, el marino, usted sea realmente el genio de la lámpara.
María Graciela Kebani
¡Fuego! ¡Fuego! El pavoroso alarido horadó los muros de la noche. En medio del delirio la madre aullaba, mientras las llamas devoraban el silencio aterrador. Estaban solos. Las llamaradas ardientes se elevaban frenéticas, trepidantes.
Ya no encontraba la manera de articular palabra. Ni una plegaria ni siquiera un grito pudo arrancar a su garganta.
"Por favor, mamá". Suplicaba el niño consternado. "No puedo soportar tu dolor".
La madre solo atinó a aferrar al pequeño. Y el hijo sintió cómo el padecimiento infinito de su madre se clavaba con desesperación en sus manitas.
El fuego lanzaba furibundas llamaradas. Acabaría arrasando con los tenues albores del día.
Cenizas. El amanecer, un desierto de cenizas.
María Graciela Kebani
Me caí en el pozo de la noche y, de inmediato, empecé a cavar para encontrar algún rastro de la luna y las estrellas. Sin embargo, mis ojos se cubrían de polvo y de sombras y mis manos, por más que que cavaran y cavaran, acumulaban oscuridad.
¿Dónde había quedado enterrada la luz? En ese antro de tinieblas solo podía anidar la muerte.
Pese a todo, abrumado, seguí removiendo la tierra para desenterrar algún mínimo destello que alumbrara ese foso inacabable.
María Graciela Kebani
Un extraño sonido lo sobresaltó en medio de la noche. Se había acostumbrado a los habituales crujidos de la madera, pero esta vez el ruido era diferente. Una especie de grito o de ladrido. ¿O quizás un maullido? No podía identificarlo. Aguzó el oído por si se repetía. Nada. Sin embargo, creyó escuchar nuevamente algo así como un gemido. Sí, sí, estaba seguro. Era el llanto de un bebé. Por un momento se tranquilizó. Un niño lloraba. Solo un niño. No había motivo para asustarse. Pero ese sollozo empezó a aumentar exponencialmente y a invadir la habitación. Crecía y crecía como un tsunami taladrándole los oídos, los ojos, la cabeza. Todo su cuerpo se sacudía estremecido. El llanto que resonaba cada vez más desaforado acabó retumbando en los rincones más recónditos del Universo.
María Graciela Kebani
Agobiada llegué a la estación cuando el tren ya se alejaba. Una angustia indescriptible me arrebató las palabras.
Sentí que la vida, mi vida se iba en ese tren que se distanciaba cada vez más entre pitidos y traqueteos exasperantes.
El resplandor del sol se clavó en mis ojos. Recién entonces advertí que el cielo estaba más azul que nunca.
Y me quedé allí, en ese andén que pronto empezaría a colamarse de gente, sola, esperando el próximo tren que me devolviera la vida.
María Graciela Kebani
De pronto, las palabras se precipitaron como las aguas de una casacada. Se despeñaron atropelladamente hacia el precipicio que se abría en la tierra.
Entonces los seres humanos enmudecieron. No hubo más palabras que tejieran puentes entre los hombres. Y un silencio ominoso empezó a crecer desmesuradamente desde las entrañas mismas del infierno.
María Graciela Kebani
negra,
ennegrecida,
convocando penumbras
y silencios.
Y venía la madre
con el niño
en sus brazos,
con los ojos barridos
por una lluvia de lágrimas
y un dolor
lacerante
que le apretaba el corazón
y la garganta.
La madre avanzaba,
arrastrando
siglos y siglos
de opresión y desencanto,
cargando en sus brazos
al niño.
Y el niño lloraba
y su llanto
no hallaba consuelo
y sus manitas oprimían
las desoladas manos
de su madre.
Y la noche oscura,
más oscura que la muerte
tendía su cerco de sombras.
No había luna
ni estrella que alumbrara.
No había luna
ni estrella que acompañara
a esa madre
y a su hijo
en su brutal desamparo.
María Graciela Kebani
Corrimos sin parar hasta perder el aliento. Sin embargo, no llegamos a ningún lado. Nos habíamos quedado solos. Aún no alcanzábamos la salvación, por el contrario, la persecución no había terminado.
Teníamos que seguir corriendo.
María Graciela Kebani
Atravesó un puerta, luego otra y otra y otra. Hasta que no encontró ninguna puerta más.
Entonces tomó conciencia: no había salida.
María Graciela Kebani
Caían las hojas del otoño
como caen
las lágrimas,
una a una;
caían
como caen
las gotas de la lluvia
en la ventana;
como caen
las horas
en el abismo
del tiempo.
Caían las hojas
del otoño
como caen
las notas
desde un piano.
Y el viento
se llevaba
la música
de las hojas
que caían,
caían con la nostálgica
melodía
que el otoño
repetía como una letanía.
Y las hojas
doradas
iban tejiendo
una espiral infinita.
María Graciela Kebani
Así, con total desparpajo, el diablo me pidió el alma.
Entonces, le entregué todos mis libros de cuentos y poemas.
-Te estoy pidiendo tu alma -me reclamó.
-En cada página, en cada palabra de esos libros mi alma se encuentra velada. Me parece, estimado Lucifer, que la literatura está más cerca del paraíso que del infierno.
María Graciela Kebani
Después de buscar por todas partes, no encontré nada. Busqué y rebusqué en la tierra, en los mares, hasta en los cielos. Y nada. Nada. Se me caían las preguntas de las manos.
El péndulo de la duda oscilaba frenético y sus oscilaciones acrecentaban aún más mi desconcierto.
Entonces, como último gesto de rebelión, resolví quemar todos los libros.
La fogata resultó descomunal. Implacablemente durante días y noches ardieron los libros.
¿Y ahora qué?
María Graciela Kebani
Furibundos relámpagos azotaban los cielos con sus acerados latigazos. Los truenos retumbaban a través de todo el Universo.
La voz de Dios llenaba los espacios celestiales y se confundía con la voz del viento.
Nadie entendía sus palabras.
María Graciela Kebani
Sus manos no encontraron el rostro amado que recogiera la ternura de sus caricias. Y la ternura se escurría con la sangre derramada.
Estaban los dos solos ante el rostro descarnado de la muerte.
María Graciela Kebani
La ventana se abrió de repente y una bandada de pájaros echó a volar buscando el sol. Aún no había amanecido.
María Graciela Kebani
Un gato tan elegante como irreverente se lanzó a recorrer los tejados. Se deslizaba sutil y misterioso, sigilosamente, para no despertar las sombras.
Cuando llegó al borde de la noche, se dispuso a balancearse en el redondo espejo de la luna.
Y su sonrisa era tan azul como su mirada.
María Graciela Kebani
Un sol enrojecido se precipitó al vacío y un viento desenfrenado desencadenó las fuerzas del infierno.
Las campanas volaron por los aires.
Los pájaros buscaron desesperadamente el cielo.
No hubo llanto ni plegarias.
No hubo preguntas ni respuestas.
Ni siquiera una palabra.
Solo hubo silencio.
María Graciela Kebani
No encontré nada. Busqué por todos los rincones. Nada. Inútilmente abri y cerré puertas y ventanas. Hurgué en cajones y bauleras. Nada. Detrás de los espejos. Descorrí las cortinas de la niebla y solo hallé las lóbregas cavernas de la noche.
De repente, me encontré delante de la puerta. Cerrada. Pero, la llave, ¿dónde estaba?
María Graciela Kebani
Como un puñal el grito se clavó en las negras entrañas de la noche. El viento agitó sus alas como un pájaro presa del pánico.
Otro grito, más estremecedor aún, hizo trizas el espejo del silencio.
Entonces, todos cerraron los ojos y enmudecieron.
María Graciela Kebani
¿Dónde estaba? Los atronadores estallidos le revelaron la verdad. Cádaveres diseminados por todas partes. Sangre. Aquí y allá, sangre y ruinas. Ni rastros de la ciudad bombardeada. No lo pensó más. Arrojó el arma que todavía sostenía en sus manos.
Con las fuerzas que aún le quedaban echó a correr enajenado.
Buscaba el sol en medio de la noche. Buscaba la vida mientras lo perseguía la muerte.
María Graciela Kebani
Empezó el espectáculo. El mago tomó la varita. Sin embargo, advirtió con estupor que había olvidado cómo realizar el truco.
Entonces creyó conveniente recurrir a las palabras maravillosas: ¡Hágase la magia!" Pronunció la frase milagrosa por tres veces. Sin resultado. No hubo magia ni milagro ni nada semejante.
El ilusionista frustrado agitó con vehemencia la varita en su afán de que se produjera el hechizo. Nada. El poder que solía esgrimir se había esfumado.
El público espantado observó cómo la varita salía disparada al fondo del escenario y el prestidigitador desapareció tras el telón de sombras.
Las luces se apagaron y la oscuridad cubrió la faz de la tierra.
María Graciela Kebani
La puerta se abrió. La casa parecía deshabitada. Solo las sombras y el silencio. Un penetrante olor a encierro impregnaba el aire. Trató de iluminarse con un encendedor. Sin embargo, la oscuridad era tan densa que apenas lograba desenmascararla. De pronto, un extraño sonido lo estremeció. Una escalera de caracol interminable se elevaba al fondo del cuarto. Otra vez el arrullo que lo sobrecogía. Alguien se ocultaba en algún rincón y estaría burlándose de su escasa hombría.
Sus ojos trataban de rasgar el cortinado de tinieblas que parecía agitarse por un viento de sombras. Fue un aleteo. Un lúgubre aleteo. Su espanto se acentuaba a medida que crecían los arrullos como agua hirviendo. Las alas de un pájaro le rozaron el rostro. Había algo de diabólico en ese sonido exasperante que crecía minuto a minuto. Como una pesadilla las palomas aleteaban sobre su cabeza. Un remolino de alas y de arrullos. Y la habitación se atiborraba de palomas que agitaban sus alas con una bulla enloquecedora. Entonces descubrió que había cientos de palomas anidaban en la torre que había embellecido la casa. Quiso gritar. Pero ni un solo grito escapó de su garganta atragantada de alas.
Las palomas y sus arrullos se abalanzaban y amenazaban derribarlo. Él también comenzó a aletear para espantarlas. En vano. Tarde o temprano las palomas acabarían asfixiándolo y lo sepultarían bajo sus alas.
María Graciela Kebani
Con antorchas salieron a buscar al niño. Se internaron en el bosque, iluminaron cada recoveco, cada árbol, pero no hallaron ni rastros. El pequeño no aparecía. Gritaron su nombre y su nombre se perdía en el umbrío follaje de la noche. Un pájaro chilló y crujió el silencio.
Entonces creyeron oír el llanto de una criatura. Pero no. Ni llanto ni niño. Era el viento que ululaba entre las frondas. Decidieron abandonar la búsqueda y retomarla en las primeras horas del día.
Sin embargo, todos creían que el pequeño no aparecería.
No se equivocaban.
María Graciela Kebani
Una bandada de pájaros se llevó el sol del atardecer en su plumaje y dejó una estela de luz y de campanas. Y una larga tristeza y un silencio con sabor a ausencia.
La puerta se cerró y él quedó atrapado en el universo de las pesadillas y los sueños.
María Graciela Kebani
El ogro se preparaba para un festín descomunal. Los despiadados bombardeos le habían dejado los manjares desparramados sobre el mantel ensangrentado.
¿Adónde se fue Dios? ¿Dónde quedó sepultada la condición humana?
María Graciela Kebani
Contó hasta diez. Cuando se dio vuelta, la plaza se había esfumado. No quedaban rastros ni de las hamacas ni de la calesita, solo un vasto páramo donde no volaban las mariposas ni se escuchaba trinar a los pájaros. Un desierto sin fin y sin tiempo y la brutal desolación del silencio.
María Graciela Kebani
Sin dudar, derribé uno por uno los castillos de arena que la ilusión desmesurada de un niño había edificado en un intento de apresar entre mis manos los sueños inocentes de la infancia. Fue inútil. El mar ya los había devorado.
Maráia Graciela Kebani
De pronto, en la penumbra, una puerta. Otra puerta que también resultó falsa.
María Graciela Kebani
Estalló el sol, así, de pronto,
como una bomba de fuego.
Y el mar, desaforado,
abrió de par en par
sus compuertas.
Y los hombres clamaron
a los dioses.
Y la muerte, como un viento
huracanado,
escapó de su guarida
para devastar los campos,
para segar las flores,
para arrasar la vida,
para sepultar los sueños.
Y el dolor se expandió
como lava ardiente
por todos los rincones de la tierra.
Y la agonía se extendía
como una llaga amarilla
y se tornaba eterna.
La memoria se abrió como una flor y entonces, empezaron a florecer los recuerdos. Y la infancia desplegó su abanico de luz a través de un tiempo sin límites y en un espacio dedicado al juego. La vida casi desonocía el rostro de la muerte. La Parca andaba lejos, escondida en el bosque de los sueños. Y los libros estaban allí, tentadores como un oasis en medio el desierto. Y los recuerdos se entreveraban en las páginas del libro de mi vida. Todo mi pasado escrito en esas páginas, pero no se develaban todos mis recuerdos.
La memoria empezó a cerrar su corola y dejó caer los pétalos lentamente sobre mis manos.
María Graciela Kebani
De repente, la jauría estalló y los ladridos como petardos agrietaron los ojos de la noche. Luego, un silencio ominoso se esparció por todos los rincones. Entonces, un grito pavoroso perforó el aire enredado en los hilos de tinieblas. Y el eco multiplicó el grito hasta el infinito.
Cuando llegó a la cima, se dio cuenta de que ya no podía avanzar ni retroceder. Decidió quedarse allí. Después de todo, no tenía alas. Allí, donde se unía el cielo y la tierra, donde se encontraba más cerca del paraíso que del infierno. Allí, donde no podían alcanzarlo los brazos de la muerte.
María Graciela Kebani
La luna se deslizó por el tobogán de la noche con un puñado de estrellas en sus manos. Quedó allí, tendida a orillas de la playa, brillando como una gema. El mar era un espejo de luz.
Y todo fue silencio. Y una radiante luminosidad diluyó las sombras de la noche..
María Graciela Kebani
Traté de desechar las últimas imágenes de la sofocante pesadilla, pero no pude. Una y otra vez el sueño cerraba mis ojos, y entonces las imágenes distorsionadas reaparecían.
La boca redonda y blanca de la luna aullaba como la campanilla que anunciaba el paso del tren. La noche había soltado sus sombras, mientras los perros ladraban frenéticamente. La estación se hallaba desierta y neblinosa.
Todo resultaba siniestro. Hasta un gato se desprendió de la oscuridad y se deslizaba con sigilo por el andén. De repente, un maullido aterrador y el tren que venía avanzando por las vías con los faros brillantes como los ojos de un felino entre la niebla y el espanto.
¿Qué hacía yo parada en medio de las vías?
Recorrí fatigosamente las estanterías de la biblioteca buscando el libro con el que había soñado durante años. Pero no lo encontré. No había libros ni dios ni nada que calmara mis dudas. Entonces, con desesperación creciente, busqué alguna salida que me permitiera escapar de ese ambiente opresivo.
Casi corriendo traspasé el umbral de una puerta disimulada. Tuve que cerrar los ojos para evitar el vértigo. Me hallaba al borde de un precicpicio.
María Graciela Kebani
La inspiración golpeó a su puerta. Le permitió pasar y, de inmediato, escribió el poema. Sin embargo, cuando llegó al último verso, consideró que el poema no lo satisfacía. Rompió la hoja con decisión inquebrantable. Habría que esperar. A través de la ventana vio cómo se iba apagando la luz del sol, mientras la noche dejaba caer el telón de sombras y silencio.
María Graciela Kebani
Aliviada, subió al tren. Buscó un asiento cerca de una ventanilla y, de inmediato, advirtió que el vagón estaba vacío. Sin embargo, en un rincón sombrío, creyó distinguir una diminuta figura, una especie de duende. Desechó la visión y su mirada descansó, por fin, en la ventanilla. Vio desfilar las últimas casitas y los árboles dorados con el barniz del otoño.
Cuando llegó a la estación, se apresuró a descender del vagón. Aterrada, se dio cuenta de que, efectivamente, era un enano y que también bajó del tren y la estaba siguiendo. Con el corazón palpitando enloquecido echó a correr. No podía reconocer por dónde andaba. El enano se le pegaba a los talones. Las hojas secas crujían y los perros comenzaron a ladrar desaforados. El terror la obnubilaba. Trató de ordenar su mente y controlar sus nervios.
Cuando logró llegar, encontró al enano en el alféizar de la ventana riéndose con total desparpajo.
El puñal ensangrentado, la mirada extraviada y un terror desorbitado lo delataon. Nadie podía dudar: se había convetido en asesino.
María Graciela Kebani