Lo acribillaron a balazos. Sus padres no encontraron lágrimas en sus ojos secos. Tampoco encontraron las palabras que dieran rienda suelta a tanta desesperación, a tanto dolor que les arrasaba hasta el alma, como un huracán.
Sus manos no encontraron el rostro amado que recogiera la ternura de sus caricias. Y la ternura se escurría con la sangre derramada.
Estaban los dos solos ante el rostro descarnado de la muerte.
María Graciela Kebani
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