El viento sacudía su pelambre con furia inusitada. La tarde se había vuelto noche casi de repente.
Los rayos como serpientes de acero agrietaban los cielos plomizos, mientras los truenos echaban a rodar su estruendosa ira.
Los pájaros ya habían desaparecido buscando amparo.
Pronto la tormenta se nos caería encima y no nos daría tregua. Las plegarias que lográbamos hilvanar, las pavorosas ráfagas del vendaval las deshilachaban.
Hasta los relámpagos desnudaban nuestra impiedad y los truenos no hacían más que acallar nuestras voces suplicantes.
Ningún dios podría perdonarnos.
María Graciela Kebani
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