viernes, 8 de abril de 2022

PALOMAS

     





    La puerta se abrió. La casa parecía deshabitada. Solo las sombras y el silencio. Un penetrante olor a encierro impregnaba el aire. Trató de iluminarse con un encendedor. Sin embargo, la oscuridad era tan densa que apenas lograba desenmascararla. De pronto, un extraño sonido lo estremeció. Una escalera de caracol interminable se elevaba al fondo del cuarto. Otra vez el arrullo que lo sobrecogía. Alguien se ocultaba en algún rincón y  estaría burlándose de su escasa hombría. 

    Sus ojos trataban de rasgar el cortinado de tinieblas que parecía agitarse por un viento de sombras. Fue un aleteo. Un lúgubre aleteo. Su espanto se acentuaba a medida que crecían los arrullos como agua hirviendo. Las alas de un pájaro le rozaron el rostro. Había algo de diabólico en ese sonido exasperante que crecía minuto a minuto. Como una pesadilla las palomas aleteaban sobre su cabeza. Un remolino de alas y de arrullos. Y la habitación se atiborraba de palomas que agitaban sus alas con una bulla enloquecedora. Entonces descubrió que había cientos de palomas anidaban en la torre que había embellecido la casa. Quiso gritar. Pero ni un solo grito escapó de su garganta atragantada de alas.

        Las palomas y sus arrullos se abalanzaban y amenazaban derribarlo. Él también comenzó a aletear para espantarlas. En vano. Tarde o temprano las palomas acabarían asfixiándolo y lo sepultarían bajo sus alas.

                                                                                    María Graciela Kebani

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