Un extraño sonido lo sobresaltó en medio de la noche. Se había acostumbrado a los habituales crujidos de la madera, pero esta vez el ruido era diferente. Una especie de grito o de ladrido. ¿O quizás un maullido? No podía identificarlo. Aguzó el oído por si se repetía. Nada. Sin embargo, creyó escuchar nuevamente algo así como un gemido. Sí, sí, estaba seguro. Era el llanto de un bebé. Por un momento se tranquilizó. Un niño lloraba. Solo un niño. No había motivo para asustarse. Pero ese sollozo empezó a aumentar exponencialmente y a invadir la habitación. Crecía y crecía como un tsunami taladrándole los oídos, los ojos, la cabeza. Todo su cuerpo se sacudía estremecido. El llanto que resonaba cada vez más desaforado acabó retumbando en los rincones más recónditos del Universo.
María Graciela Kebani
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