Aliviada, subió al tren. Buscó un asiento cerca de una ventanilla y, de inmediato, advirtió que el vagón estaba vacío. Sin embargo, en un rincón sombrío, creyó distinguir una diminuta figura, una especie de duende. Desechó la visión y su mirada descansó, por fin, en la ventanilla. Vio desfilar las últimas casitas y los árboles dorados con el barniz del otoño.
Cuando llegó a la estación, se apresuró a descender del vagón. Aterrada, se dio cuenta de que, efectivamente, era un enano y que también bajó del tren y la estaba siguiendo. Con el corazón palpitando enloquecido echó a correr. No podía reconocer por dónde andaba. El enano se le pegaba a los talones. Las hojas secas crujían y los perros comenzaron a ladrar desaforados. El terror la obnubilaba. Trató de ordenar su mente y controlar sus nervios.
Cuando logró llegar, encontró al enano en el alféizar de la ventana riéndose con total desparpajo.
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