Aquella noche la muerte
colgaba de los árboles,
con su cara alunada.
El invierno entumecía
hasta los huesos.
Un viento helado agitaba su túnica
de bruma y de silencio.
Y en el viento,
la muerte,
espectral,
impiadosa,
iba dejando su huella
de dolor y de espanto.
Y entonces,
la muerte,
más oscura que la noche,
más oscura que una maldición
arrojaba ráfagas
de gritos,
de llantos
que nos sacudían,
que nos aturdían,
que nos abrumaban.
Y buscábamos respuestas,
y buscábamos señales,
y nada,
nada que calmara
tanta sed,
nada que alumbrara
tanta oscuridad.
María Graciela Kebani
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