Estaban ahí, ocultas tras el muro de la noche. Estaban ahí, embozadas en sus oscuras túnicas. Cuando quiso retroceder, no pudo.
María Graciela Kebani
Estaban ahí, ocultas tras el muro de la noche. Estaban ahí, embozadas en sus oscuras túnicas. Cuando quiso retroceder, no pudo.
María Graciela Kebani
Hacía horas que habíamos emprendido la fuga. Habíamos corrido kilómetros y kilómetros a campo traviesa. En un momento, creímos divisar una luz a lo lejos, sin embargo, cunado nos acercamos, advertimos que solo era una ilusión.
Un atardecer comprobamos que el camino se bifurcaba. Presentimos que habíamos arribado a un punto en que los senderos de la vida y de la muerte se anudaban.
Discutimos y finalmente acordamos dejar al azar la elección.
No sabemos qué nos aguarda, pero no tenemos más alternativa que seguir corriendo.
María Graciela Kebani
Aquella noche la muerte
colgaba de los árboles,
con su cara alunada.
El invierno entumecía
hasta los huesos.
Un viento helado agitaba su túnica
de bruma y de silencio.
Y en el viento,
la muerte,
espectral,
impiadosa,
iba dejando su huella
de dolor y de espanto.
Y entonces,
la muerte,
más oscura que la noche,
más oscura que una maldición
arrojaba ráfagas
de gritos,
de llantos
que nos sacudían,
que nos aturdían,
que nos abrumaban.
Y buscábamos respuestas,
y buscábamos señales,
y nada,
nada que calmara
tanta sed,
nada que alumbrara
tanta oscuridad.
Un torbellino de recuerdos me retumbaba en la cabeza. Pero la memoria continuaba vacía.
Pájaros que revoloteaban en círculos concéntricos.
Un torrente de palabras se precipitaban en mis manos.
No podía ordenarlas. No podía encontrar aquellas palabras que me habían acompañado durante toda mi vida.
Las palabras ahora agitaban sus alas y giraban sobre mi cabeza. Y no conseguía atraparlas. Escapaban volando y me dejaban mudo.
Y las palabras subían, se perdían ente las nubes.
Y yo, allí, solo, tratando de cazar las palabras como mariposas.
Y entonces comenzaron a aletear en mi memoria algunos de esos recuerdos que marcaron la historia de mi vida.
Y las palabras pudieron ordenarse. El pasado se iluminó con claridad meridiana.
María Graciela Kebani
El tañido de las campanas preñó el viento de presagios. El frío de la noche punzaba hasta los huesos. Mudas, las sombras se congelaban en las esquinas.
En la torre, las campanas desgranaban tétricas campanadas que el eco multiplicaba, impío.
En la fuente, alas de mariposas.
María Graciela Kebani
Buscó en todos los rincones, abrió y cerró cajones, abrió y cerró puertas y ventanas, subió y bajó escaleras, pero no encontró nada.
No conseguía recordar. Su memoria se negaba a iluminar aquellos años y el recuerdo que lo atormentaba.
De repente, en la penumbra descubrió la biblioteca. La biblioteca que rebasaba de libros. Entonces renació su esperanza.
Empezó a hojearlos. Volaba el polvo acumulado por el paso del tiempo y que nublaba su memoria aún más.
Pero en los libros no apareció lo que buscaba con tantas ansias.
En muchos de esos libros había permanecido atrapada su infancia.
Una mariposa aleteó en la bruma que el polvillo había provocado. Un objeto brillante relumbró ante sus ojos, sin embargo, se esfumó cuando intentó apresarlo.
Finalmente, su mirada se topó con aquel hogar donde ya no ardía ningún fuego. Se acercó. Su corazón empezó a latir descontrolado.
Pero, solo quedaban cenizas.
María Graciela Kebani
Los muertos
rondaban
como sombras
la memoria aletargada.
El dolor nos clavaba sus espadas
y el peso de la noche
nos agobiaba.
Y la muerte nos miraba
con su mirada hueca.
Y la muerte nos hablaba
sin pronunciar palabra.
Pero el llanto
nos ensordecía,
nos quebraba
hasta los huesos.
Y la sangre derramada
nos ahogaba,
empañaba nuestras manos,
teñía de rojo nuestras pesadillas.
Y entonces
despertábamos
para volver a soñar
con la muerte,
para volver a soñar
con los muertos.
María Graciela Kebani
Cuando llegó a la playa, amanecía. Un sol resplandeciente renacía y una extraña luminosidad teñía la atmósfera. Entonces, allí, en esa soledad cautivante, sin vacilar, lanzó la botella para que el mar la llevara lejos, muy lejos. Para que alguien, en algún lugar de la tierra, la recogiera. Para que alguien, por fin, respondiera.
Pero, su corazón sabía que nadie la recogería, y mucho menos, le respondería.
María Graciela Kebani
Merodeaba la muerte sobre la faz de la tierra. Agitaba sus lóbregas alas. Como un cuervo.
Y la oscuridad velaba nuestras almas. Y la noche ensombrecía aún más nuestros corazones.
Huérfanos de luz, huérfanos de fe, huérfanos de toda esperanza.
Alzábamos la mirada al cielo, buscando alguna estrella. Pero el cielo solo reflejaba el infinito vacío del Universo.
María Graciela Kebani
Repentinamente se acabó la guerra. Entonces la tierra se pareció más al infierno que al paraíso tan anhelado. Un infierno que helaba la sangre y los recuerdos.
Y el espíritu de Dios anduvo errante, pero no encontró ningún refugio ante la impiedad de los hombres.
María Graciela Kebani
Cuando llegó a la esquina, se detuvo a esperar el cruce de la avenida. El ruido del tráfico era ensordecedor.
La luz verde del semáforo habilitó el cruce. Pero una vez que llegó a la otra orilla, un descampado se extendió ante su mirada atónita.
No quedaban rastros de edificios, ni de tránsito, ni bocinazos.
Tanta quietud estremecía. Como esa quietud espectral que se respira en los cementerios.
Ni cruces ni lápidas. Solo una claridad neblinosa. Una sensación de infinitud, y un silencio escalofriante, lo sobrecogían.
Avanzó como un sonámbulo.
El llanto descarnado de niños clamando desde el más brutal desamparo le estallaba en los oídos.
Mientras avanzaba, el llanto atroz de niños y niños retumbaba en su cabeza, lo aturdía y le iba perforando las entrañas.
Las lágrimas resbalaban por su rostro como una lluvia torrencial.
Y ya no pudo continuar porque ese llanto se le metía dentro, muy adentro y le desgarraba el corazón. Ese llanto lo sumía en la impotencia más absoluta.
María Graciela Kebani
Jadeante se detuvo ante la puerta. Cuando la abrió, un mar desorbitado lo dejó sin palabras.
María Graciela Kebani