Había empezado a lloviznar. Se cubrió la cabeza con la capucha de su campera y apretó el paso. Le faltaban pocas cuadras para llegar. Debía andar con cuidado. Las calles estaban resbaladizas y temía tropezar en cualquier momento. Las sombras crecían y se agitaban a su alrededor. No sabía bien por qué la oscuridad lo aterrorizaba.
De pronto, cuando se hallaba a punto de doblar una esquina, no supo cómo, cayó en un pozo.
No podía creer lo que estaba pasando.
Iba cayendo por un túnel oscuro y tenebroso.
Imprevistamente llegó al final. En medio de una luz difusa alcanzó a divisar una extraña figura que se movía inquieta y se dirigía hacia él. Era un conejo, todo trajeado y con una galera por donde asomaban unas orejas blancas y espumosas. Un verdadero personaje de algún cuento de hadas. Parecía muy apurado. De repente, extrajo de un bolsillo de su chaqueta un reloj enorme para un conejo de su tamaño.
En cuanto lo vio con ese reloj que sostenía con cadena dorada, reluciente, recordó: "Alicia en el país de las maravillas". A los ocho años había leído el libro por primera vez. Le pareció muy descabellado. Siempre prefirió los mundos racionales a los oníricos. Tantos disparates lo descolocaban.
-Estoy retrasado -se repetía con mucha preocupación el conejo parlante.
-¿Y yo estoy perdido?
-¿Perdido?
-Sí, necesito volver al mundo real. ¿Qué puedo hacer?
-Escuchame bien. ¿Ves esas puertas que nos rodean?
-Sí.
-Presta mucha atención. Solo una de estas puertas te devolverá al mundo que llamás real.
-¿Cuál es?
-Deberás descubrirlo vos mismo. Te dejo la llave.
Y el conejo desapareció tras una de esas misteriosas puertas. Sin perder tiempo, se lanzó a encontrar la puerta salvadora.
Probó abrir la que se encontraba más cerca, pero no lo consiguió. Así continuó con las siguientes.
Con desesperación creciente comprendió que la llave no giraba en ninguna cerradura.
Finalmente se halló ante la última posibilidad. Introdujo la llave y le pareció que giraba.
Sin embargo, la última puerta no se abrió.
María Graciela Kebani