Caminaba según las instrucciones recibidas. No podía perderse. Quedaban pocas cuadras para arribar a destino.
Últimas horas de la tarde. Llegaría antes de que anocheciera.
Un paredón de ladrillos rojos le interrumpió el paso y los pensamientos. En su recorrido no estaba contemplado este contratiempo.
Se acercó y comprobó que detrás del paredón se elevaba un puente.
Sin dudar, subió las escaleras. El puente era larguísimo. No conseguía descubrir dónde terminaba.
Escuchó, todavía lejano, el ruido del tren deslizándose por las vías.
Entonces decidió avanzar. Cuando llegó a lo que parecía ser el centro del puente, alcanzó a vislumbrar los faros de la locomotora.
Anochecía. En el cielo se abrían poco a poco las estrellas y la luna derramaba su resplandeciente blancura a lo largo del puente.
Se escuchó la campanilla que anunciaba frenéticamente el paso del tren.
Lo esperaron en vano. Nunca llegó.
María Graciela Kebani
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