La puerta estaba abierta. Había recordado el número del departamento, así que decidió internarse por ese pasillo interminable. Al fondo, sí, al fondo del pasillo estaba la casa. Una hilera de macetas con malvones, geranios, margaritas, hortensias embellecían ese estrecho y antiguo pasadizo y lo hacían más acogedor.
Casi no resbalaba el sol por esas paredes carcomidas por los años.
Un gato atigrado disfrutaba de la vida como mejor saben hacerlo los de su especie: descansando.
Cuando llegó al final del corredor, descubrió que a derecha y a izquierda se abrían dos pasillos más. Buscó en su memoria, pero no los recordaba.
Llegó a pensar que se había confundido de edificio.
Los dos pasadizos reproducían el corredor principal. Macetas exhibiendo variedad de plantas y de flores. Dos gatos atigrados descansando plácidamente. Y al final de los pasillos, la puerta. Sin embargo, algo más faltaba en la escena: el hombre, petrificado, desorientado, perplejo que no sabía dónde llamar.
María Graciela Kebani
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