El otoño colgaba de los árboles. Amarillo dorado. Mientras, el sol iluminaba con un vahído resplandor las calles solitarias.
El crujido de las hojas secas resultaba inquietante.
Se internó por los senderos desolados de aquella plaza. Las altísimas tipas ensombrecían aún más esa zona alejada del ámbito urbano.
Y allí entre esos árboles gigantescos, de ramas retorcidas y oscuras, el ahorcado oscilaba de manera perturbadora.
María Graciela Kebani
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