Todo se había confabulado para resultar sospechoso de ese crimen aberrante. Coincidían la hora, el lugar y el arma asesina se hallaba en mi mano. Ni yo mismo podía creer semejante coincidencia. Para la policía todo estaba tremendamente claro. De nada valía que negara una y otra vez que yo no había asesinado a ese hombre a quien no conocía. Sin embargo, las pruebas eran contundentes.
Había sangre hasta en mis manos.
María Graciela Kebani