Con la llegada de la noche, empieza mi suplicio. Sé que vendrán a asesinarme amparados por las sombras.
En cualquier momento podría cumplirse el vaticinio. Por eso, me mantengo alerta y ante el menor indicio de ataque saco el arma para defenderme.
Hasta que una noche despiadadamente tomentosa, mientras los truenos aturdían mis oídos y los relámpagos enceguecían mis ojos, sentí una fuerte punzada en el pecho y una lluvia de un líquido pegajoso empapó por completo mis manos.
María Graciela Kebani
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