El calor era insoportable. Su cuerpo destilaba agua por todos los poros. Andaba esquivando las calles soleadas. Seguramente el trayecto seguía una línea zigzagueante que demoraría la llegada.
Sin embargo, cuando supuso que había dado con la calle, no podía encontrar la casa. Tampoco la recordaba bien. Solo la memoria guardaba la imagen de una reja negra.
De repente, creyó encontrarse delante de ese portón.
La casa parecía abandonada. Sin embargo, al fondo del zaguán descubierto alcanzó a divisar un gato que parecía descansar a la sombra de una enmarañada vegetación.
Buscó el timbre, pero no lo vio. El sol daba de lleno sobre su cabeza.
-Señor, disculpe, aquí desde hace tiempo no vive nadie.
-¿Está seguro?
-Por supuesto, vivo en esta cuadra hace más de diez años.
-¿Y ese gato?
¿Cuál?
-El que está allá entre aquellas plantas.
-¡Ah! Es una escultura. Sí, los que vivían aquí amaban a los gatos.
-Yo viví en esta casa durante los primeros años de mi niñez. Viví con mis tíos. No recuerdo casi nada de aquellos días. Sí recuerdo un gatito blanco que corría por todo el jardín del fondo. Ya no podré reconstruir aquellos años de mi vida.
El vecino desapareció tan misteriosamente como había aparecido y lo dejó allí, bajo el sol agobiante y con los recuerdos que se entremezclaban en su memoria.
Ya no podría saber si en aquellos años había alcanzado alguna vez el paraíso.
María Graciela Kebani
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