Abrió la puerta y allí estaba. De pie y con cara de pocos amigos. Su aspecto sombrío y amenazante, intimidaba.
-¿Estás listo?
-Por supuesto.
-Entonces, ¡vámonos!
Una niebla pegajosa flotaba en ese anochecer de invierno. Turbador.
Avanzaban sin mediar palabra. Las calles se veían desiertas.
Alcanzó a escuchar alguna campanada.
-¡Más rápido! No podemos retrasarnos -casi le gritó.
En ese momento advirtió que la hora había llegado.
Sacó el arma y apretó el paso.
Se acercó y sin vacilar le hundió el puñal en la espada de su guía.
Cuando reaccionó, con estupor descubrió el puñal, su puñal, caído en la vereda, impecable, brillando entre la niebla.
María Graciela Kebani
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