Tarde advirtió que había perdido el rumbo y, para colmo de males, empezaba a anochecer. Poco a poco se encendían los faroles, mientras recorría esas calles tortuosas.
Caminaba ensimismado tratando de recordar. Si logaba encontrar la plaza y la torre, podría ubicarse con facilidad. ¿La torre? Aquella torre altísima, con un reloj cuyas agujas siempre señalaban las doce. Vaya uno a saber si del mediodía o de la medianoche. Siempre que pasaba y observaba el reloj, imaginaba que las manecillas se movían y en cualquier momento soltaría una campanada.
Pero no. En la blanca esfera el tiempo parecía congelado.
De pronto, le pareció escuchar cómo una llave giraba en una cerradura. Estaban abriendo una puerta. Buena oportunidad para preguntar cómo podría llegar a su destino. Se adelantó para dar tiempo a que la persona saliera. Sin embargo, cuando volvió la cabeza, advirtió que aún la puerta no se había abierto.
Continuó avanzando. Otra vez el ruido de una llave en una cerradura. No obstante, nadie trasponía la puerta. Por tercera vez sucedió lo mismo. Oyó claramente cómo giraba la llave y por tercera vez ninguna puerta se abrió.
Entonces, cuando ya las sombras lo seguían de cerca y su desazón aumentaba minuto a minuto, creyó vislumbrar, a lo lejos, una torre y en la torre un reloj. Las manecillas del reloj clavadas en las doce.
María Graciela Kebani
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