Tomó un vaso, luego otro y otro y otro. Pero la sed no se extinguía. Al contrario, le iba carcomiendo las entrañas. Como el águila que Zeus, en venganza, le envió a Prometeo, el benefactor de los hombres.
María Graciela Kebani
Tomó un vaso, luego otro y otro y otro. Pero la sed no se extinguía. Al contrario, le iba carcomiendo las entrañas. Como el águila que Zeus, en venganza, le envió a Prometeo, el benefactor de los hombres.
María Graciela Kebani
Cuando despertó, estaba huyendo. Huyendo de todo y de todos. Corría como un viento huracanado, enceguecido, furibundo.
Corrió hasta perder el aliento y cuando llegó al borde del precipicio, se lanzó al vacío. Se halló solo ante el pétreo mutismo de las rocas.
María Graciela Kebani
A Benito Quinquela Martín
El sol incendia
la hora
del crepúsculo.
Las venas
del cielo estallan
en rojos carmesíes
y naranjas.
Arde el aire
en el ardiente
fuego de la tarde.
Y el río
empurpurado
es una brasa
enardecida
que abrasa el puerto y lo encandila.
El puerto,
al rojo vivo,
ya no es el mismo.
El atardecer del pintor
lo transfigura
y una inquietante
ensoñación
flota sobre las aguas
encarnadas,
enrojecidas,
mientras,
barcos y barcazas
vagan
a la deriva
y resplandecen
con una luz
que estremece
y maravilla.
Pronto vendrán
las sombras de la noche,
sin embargo,
el ocaso parece
eterno.
El río
cual león hambriento
devoró el sol
y en un insante,
el puerto se encendió
como una hoguera.
María Graciela Kebani
Cuando el auto ingresó en el túnel, presintió que no saldría.
Su esposa, como Penélope, aún continúa esperándolo. Sin embargo, a diferencia de la esposa de Ulises que tejía y destejía el sudario para el rey Laertes, ella lee una y otra vez las páginas de un libro que no acaba...
María Graciela Kebani