No funcionaba el ascensor. Así que me dispuse a subir por las escaleras de mármol que evidenciaban el paso del tiempo.
Empecé a ascender sin apuros hasta el décimo piso. A medida que ascendía la luz, paradójicamente, iba disminuyendo.
Llegó un momento en que ya había perdido la cuenta de los pisos que iba dejando atrás.
De pronto, creí escuchar las notas de una cajita de música. Me estremecí. Esa música me recordaba algún episodio puntual de mi juventud, pero no lograba precisarlo.
La música resonaba cada vez más fuerte en mis oídos, mientras continuaba mi ascensión.
La oscuridad se espesaba. No alcanzaba a vislumbrar la señalización de los pisos.
La melodía de la cajita musical se había convertido en una orquesta sinfónica que me aturdía más y más.
Ya no sabia si subía o bajaba. Si me encaminaba rumbo a los cielos o, en realidad, descendía a los infiernos.
Ahora, acá estoy, en un rellano. No sé por qué, sospecho que en algún piso me está esperando, pacientemente, la muerte.
Mientras, los timbales de esa sinfonía infernal retumban en mi cerebro. En cualquier momento todo volaría por los aires.
María Graciela Kebani