Los profetas ya no sabían a qué dioses escuchar, porque sus profecías, pese a sus ambigüedades, no se cumplían. Consultaban con los ángeles, pero no conseguían descifrar los mensajes.
Entonces, con más incertidumbres que certezas, contemplaban las estrellas y las llamaradas ardientes del fuego, buscando señales, escudriñando en el vuelo de los pájaros algún indicio que los orientara. Pero permanecían sumidos en una oscuridad inquietante.
Escuchaban desconcertados las voces de los vientos, los bramidos de los mares.
Temían alguna otra catástrofe, algún otro diluvio que acabara de una vez con toda la humanidad y sus pecados.
Y en medio de tanta confusión y desasosiego creían oír palabras desgajadas del árbol de la noche. sin embargo, fue solo una ilusión.
Poco a poco se vaciaban de palabras y el mutismo se tornaba irreversible.
El destino de los hombres, cada vez más a la intemperie.
María Graciela Kebani
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