Desperté súbitamente. El llanto de un niño vulneró el pesado silencio de la noche.
La voz acongojada del niño clama a su madre.
Sin embargo, ninguna voz pudo calmar tanta desesperación y tanto desamparo.
María Graciela Kebani
Desperté súbitamente. El llanto de un niño vulneró el pesado silencio de la noche.
La voz acongojada del niño clama a su madre.
Sin embargo, ninguna voz pudo calmar tanta desesperación y tanto desamparo.
María Graciela Kebani
Abrí la ventana. El viento intempestivamente se metió en mi cuarto y me llenó los ojos de nubes y tormentas; los oídos, de gemidos y de llantos.
Solo atiné a cerrar la ventana, pero ya no pude.
Otra vez la guerra. Otra vez la muerte golpeándonos las puertas. A viva voz. Otra vez la sangre como un alud incontenible ardiendo como hogueras furibundas.
Otra vez los misiles atravesando los cielos enrojecidos.
Otra vez los hombres explotando sobre aldeas indefensas.
Otra vez el llanto fluyendo como ríos desatados estrellándose como se estrella el mar contra las rocas.
Otra vez los gritos, los alaridos taladrando el aire enrarecido.
Otra vez el dolor y la impotencia.
Otra vez la esperanza, mancillada.
Otra vez las palabras, mutiladas, precipitándose en el vacío más abyecto.
María Graciela Kebani
Anochecía. Caminaba solo, solo con mi sombra a cuestas. Y la sombra de los árboles en las veredas. Trataba de alejar mis miedos y mis dudas que se acrecentaban a medida que avanzaba por esas calles desiertas. Algún que otro farol apenas alumbraba. Creaban una atmósfera cada vez más inquietante. Debía llegar a pesar de todo. Debía enfrentar lo que me torturaban desde hacía tantos años.
Casi sin darme cuenta, me topé con la casa. Apenas la reconocí. La luz bamboleante de un farol desnudaba el deterioro provocado por el paso del tiempo.
Traspasé el umbral y mis pasos desataron un ruido descomunal ante el silencio y el polvo acumulado durante años y años.
No alcanzaba a entrever nada. La linterna del celular a duras penas iluminaba ese espacio vacío donde seguramente un sinfín de telarañas colgaban como vaporosas cortinas.
Las sombras se desparramaban por todas partes y el aire resultaba irrespirable.
¿Qué había pasado? ¿Qué me había pasado?
No solo el tiempo, sino la vida se me había escapado de las manos. Y ahora recorría esas habitaciones abandonadas que ya no guardaban ni un recuerdo de mi infancia ni de mi adolescencia.
En esas paredes descascaradas no quedaban rastros de mis sueños ni de mis fugaces alegrías. Solo una angustia inacabable, que amenazaba volverse eterna, indescifrable. Y allí, al pie de la escalera, el espejo.
Siempre había estado en ese sitio, con su perturbadora presencia. Siempre reflejando aquella imagen de nosotros que no queremos reconocer. Sin embargo, el espejo, entre las penumbras que deambulaban por ese cuarto desprovisto de cualquier tipo de vida, no reflejaba absolutamente nada. El espejo tan temido abría su tenebroso vientre capaz de transportarnos al túnel más oscuro y más interminable. Presentí una presencia ominosa tras la boca abierta de ese espejo aterrador que me contemplaba con sus ojos vacuos. Pero yo no podía distinguir mi rostro en ese vidrio empañado de tinieblas.
Sin pensarlo dos veces, a los tumbos, salí huyendo como si me persiguiera el diablo. Sí, el mismísimo diablo, con toda su furia, con todo su desparpajo. Sin embargo, en el fondo, yo sabía perfectamente que no era el demonio el que me perseguía.
María Graciela Kebani
Me miró fijo con unos ojos que evocaban abismos insondables. El duende estaba ahí,
siniestro, amenazante. Y yo no podía evadir su mirada hipnótica. Tampoco me sentía capaz
de salir huyendo. Estaba como petrificado.
-¿Por qué te quedaste sin palabras? -me espetó.
No atiné a responderle.
-¿Qué te aterra? ¿Estás viendo tu alma a través de mis ojos? ¿O creés que soy la serpiente bíblica que solo busca tentarte?
¿Qué respuesta esperaba? No lo supe en aquel momento ni lo sé tampoco ahora.
María Graciela Kebani
Repentinamente, una luz filosa como un cuchillo rasgó los últimos jirones de sombras de la noche. En medio de un silencio sobrecogedor una voz irrumpió como una luminosa catarata.
Entonces la palabra de Dios puso en movimiento el enigma del Universo.
El reloj del tiempo empezó a marcar la hora de la vida.
María Graciela Kebani