Lanzó una flecha al corazón de la noche y una lluvia de estrellas se derramó como un torrente de luz sobre la tierra.
El sol del amanecer renació de las cenizas de la noche como el ave Fénix.
María Graciela Kebani
Lanzó una flecha al corazón de la noche y una lluvia de estrellas se derramó como un torrente de luz sobre la tierra.
El sol del amanecer renació de las cenizas de la noche como el ave Fénix.
María Graciela Kebani
La luna andaba errante por las orillas de la noche. Las sombras desdibujaban los caminos solitarios. El viento sembraba estrellas en un cielo espectral.
Eran las doce en el reloj sin tiempo.
La hora de las pesadillas.
La hora que engendran los monstruos que nos rondan como nos rondan los miedos y las dudas.
La oscuridad acrecentaba la presencia de la muerte.
Pensamientos sombríos difuminaban la poca esperanza que alguna vez abrigamos.
La luna acabó por precipitarse en las profundos abismos de la noche.
María Graciela Kebani
Un gato perlado de luna se deslizaba por los tejados de la noche. Sus ojos refulgían como estrellas y en su mirada, todo el enigma de la vida.
En su mutismo, todo el silencio del Universo.
María Graciela Kebani
La plaza se llenó de pájaros. El viento desbordó de trinos. El cielo amaneció preñado de campanas y un hombre, de cara al sol, cerrado los ojos, apretaba en sus manos un manojo de sombras y de inviernos.
En las hamacas se mecía la vida.
María Graciela Kebani
Y allí, entre los árboles descubrí maravillada las botas de siete leguas, un par de botas deslumbrantes.
Cuando giré, apareció ante mi vista un ogro colosal que me observaba con una ferocidad inusitada.
Entonces, en el borde de la desesperación me calcé las botas de sietes leguas. Sin embargo, cuando intenté correr, mis piernas no se movían. La magia evidentemente no funcionaba.
Invoqué a las hadas, a los genios, a los duendes y elfos, y a cuanto ser fabuloso aparece y desaparece en los cuentos maravillosos. No hubo caso. Ninguno surgió de un botellón ni siquiera de una botella, ni de ninguna flor, ni de algún tronco rugoso. Ni un ángel de la guarda que extendiera sus alas para protegerme.
El atroz ogro me devoraría sin preguntarme nada.
María Graciela Kebani
Los profetas ya no sabían a qué dioses escuchar, porque sus profecías, pese a sus ambigüedades, no se cumplían. Consultaban con los ángeles, pero no conseguían descifrar los mensajes.
Entonces, con más incertidumbres que certezas, contemplaban las estrellas y las llamaradas ardientes del fuego, buscando señales, escudriñando en el vuelo de los pájaros algún indicio que los orientara. Pero permanecían sumidos en una oscuridad inquietante.
Escuchaban desconcertados las voces de los vientos, los bramidos de los mares.
Temían alguna otra catástrofe, algún otro diluvio que acabara de una vez con toda la humanidad y sus pecados.
Y en medio de tanta confusión y desasosiego creían oír palabras desgajadas del árbol de la noche. sin embargo, fue solo una ilusión.
Poco a poco se vaciaban de palabras y el mutismo se tornaba irreversible.
El destino de los hombres, cada vez más a la intemperie.
María Graciela Kebani
Sorpresivamente cayó la noche por las escaleras del cielo. A los tumbos. Detrás rodó la luna, desmesuradamente llena. El silencio permanecía colgado del vacío. Vacilante. El viento replegó sus alas como un pájaro dormido.
Las agujas del tiempo se clavaron a las doce. No hubo más luz que la blanca llamarada de la luna.
Solo la noche despeñándose, inacabable.
María Graciela Kebani