martes, 17 de noviembre de 2020

No estaba dispuesto a traspasar ninguna puerta más

 

La puerta se abrió lentamente. Cuando ingresó a la casa, una luz difusa no le permitió distinguir con precisión dónde estaba. Avanzó con precaución por lo que parecía un pasillo estrecho, sumido en la penumbra. Caminaba sin hacer ruido, sin despertar el silencio.

De pronto, algo rozó sus piernas. Se sobresaltó. Y no era para menos. No creía en apariciones sobrenaturales. Ni ángeles ni demonios saldrían a su encuentro.

Juntó coraje y siguió adelante.

Nuevamente otro roce más inquietante lo sorprendió sobremanera. Entonces se topó con el suave pelaje de un gato. Percibió el cálido ronroneo a través de su mano; esa mágica vibración lo estremeció.

Se sintió aliviado, a pesar de que los felinos no despertaban en él gran devoción.

Se convertiría en su lazarillo en ese peregrinaje por territorios desconocidos.

Cuando traspuso la segunda puerta, una vaharada de sombras lo dejó sin aliento.

Encontró una llave de luz. Una bombilla insignificante iluminó débilmente una habitación vacía. Una ventana con sus postigos cerrados aumentaba la sensación de agobio.  

De repente, en una zona de penumbra, dos luceros refulgían. Eran los ojos de un gato. No acabó de reaccionar, cuando descubrió otros dos ojos, brillando entre las sombras.

No dejaban de observarlo, mudos, enigmáticos. 

Impresionado buscó otra puerta para escapar de esa mirada hipnótica.

En un rincón, al fondo, en un antiguo reloj de péndulo, el tiempo se había detenido.


Medio oculta, otra puerta se abrió cuando la empujó. Y entonces ya no pudo calcular cuántos ojos iban emergiendo de los más recónditos sitios de ese otro cuarto atestado de libros. Estanterías que llegaban hasta el techo. Tenía la sensación de que de los libros se desprendían gatos como hojas que el otoño dispersa.  Subían y bajaban,  trepaban  por las estanterías  con una agilidad sorprendente. Parecían más interesados en los libros que en su presencia. Faltaba que algún felino se dispusiera a leer. 


Contemplaba azorado cómo iban y venían, recorriendo fascinados las estanterías colmados de volúmenes de todo los tamaños y colores.

De repente, un bellísimo gato de pelaje  gris perlado y de deslumbrantes ojos verdes se le acercó.

El misterioso felino con su elegancia proverbial, resabio de su divinidad perdida, parecía señalarle otra puerta por donde continuar su camino.

Sin embargo, permaneció allí inmóvil. No estaba dispuesto a  traspasar ninguna puerta más.

                                                                                                     María Graciela Kebani

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