La noche se estiraba como un bandoneón desafinado. Apuró el paso. Ya se había cansado demasiado. Estaba convencido de que se encontraba cerca.
De pronto, una música empezó a rondar por su cabeza.
No podía identificarla. Sin embargo, consiguió remontarse en el tiempo y ubicarla en algún momento de su adolescencia.
Hurgó aún más en el pasado y un dolor cada vez más profundo le nubló la mirada.
Poco a poco el recuerdo irrumpió con toda claridad despejando las tinieblas que el olvido se encargaba de ocultar.
La música comenzó a sonar más fuerte y la angustia se agudizó.
Siguió avanzando con la firme intención de llegar. Llegar lo más rápido posible. Y olvidar. Debía olvidar y callar esa música que amenazaba aturdirlo. Pero no conseguía acallarla. Martillaba su cerebro con insistencia arrolladora y le impedía continuar. Sonaba y resonaba en su oídos enloqueciéndolo.
En medio de esa música infernal acabó llorando como un niño.
La pesadilla recién comenzaba.
Mientras la noche plegaba y replegaba su bandoneón de sombras y de silencio.
María Graciela Kebani
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