Echó a correr como perseguido por un alma en pena. A los tumbos. Por veredas erizadas de sombras y cales profusamente adoquinadas.
Algún que otro farol alumbraba apenas las esquinas desiertas.
Corría como alma que se la lleva el diablo.
Corría enajenado, como viento huracanado, mientras una miríada de voces y de pasos lo perseguían.
De repente, se detuvo, miró hacia atrás. Solo sus huellas impresas en la arena.
Ante su mirada atónita, el mar, un mar resplandeciente, bajo una luna descomunal, de una diafanidad desconcertante.
Permaneció allí, inmóvil. Por primera vez pudo contemplar la rotunda luminosidad de la luna y el mar, que se extendía resplandeciente como una llanura infinita ante sus ojos.
María Graciela Kebani
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