domingo, 12 de febrero de 2017

Una moneda en la fuente

Una moneda en la fuente

      Mira a través de la ventana. Allá a lo lejos, el sol destella y enciende los árboles que parecen arder. Como hipnotizado, se levanta, abandona la chaise-longue. Abre la puerta que da al jardín. Hasta sus ojos respiran conmovidos la enigmática luz del atardecer. Sus oídos escuchan embelesados la nostálgica música del agua que vierte  un cántaro de piedra. Una bandada de pájaros cruza el cielo enrojecido. Sonríe. No está solo.
      Lentamente deja caer una moneda en la fuente. Ya no siente otro deseo.

                                                      María Graciela Kebani

LA MUERTE ENAJENADA


      
           Andaba la Muerte corriendo por las calles, provista de sables y de espadas. Zigzagueante. Segaba el aire cargado de jazmines. Era el sol un incendio de claveles. El cielo, una granada, encendida, empurpurada.
        Apretó el revólver entre sus manos. El viento atravesado en su garganta. Cruzó como una ráfaga la noche y se perdió en algún oscuro callejón sin nombre.
        La Muerte corría jadeante, enajenada, echando fuego por sus ojos, sembrando a su paso tempestades.
         La Muerte, galopando embravecida.
         La Muerte, mordiendo el aire a dentelladas.       

                                                                                  María Graciela Kebani
            

Vaivén

VAIVÉN

       La plaza se llenó de pájaros. El viento desbordó de trinos. El cielo amaneció preñado de campanas y un hombre, de cara al sol, cerrado los ojos, apretaba en sus manos un manojo de sombras y de inviernos.


         En las hamacas se mecía la vida.

                                                                            María Graciela Kebani

A Maximiliano

A Maximiliano

No se busca
 a la muerte
 tan temprano.
No se la llama,
a escondidas,
 y de madrugada.
No se la llama,
así, sin más ni más,
cuando se conoce
 apenas esta vida.
Primero se golpean
puertas y más puertas
y se abren de par en par
todas las ventanas.
Se deja que el viento
nos acaricie la cara y
 nos seque el  llanto
y la tristeza.
Se deja que el sol
 resbale suavemente,
por las manos
y que los ojos, 
sin miedos ni vergüenzas,
devuelvan al cielo la mirada.
No hay razones
para invocar
a la muerte
cuando se tiene
la vida
 por delante,
 con catorce años
 corriendo por las venas.
 No se sale a buscarla
Descreído
 para huirle a la vida
que nos dieron.
Antes se buscan
 las palabras
 y se las suelta
como una botella
 al mar
 para que alguien
la encuentre.
No se llama
a la muerte
tan temprano.
Se busca, en cambio,
 la vida
 a cada instante,
se respira la vida,
a bocanadas.
Y cuando un adolescente
se va una tarde
con la muerte
 de la mano,
nos quedan
preguntas y preguntas
sin respuestas,
 una muda impotencia
 al rojo vivo
 y un dolor infinito
que no espera
hallar alivio ni consuelo.
Porque no se busca
a la muerte tan temprano.
No se la llama,
nunca,
cuando se viven
sólo
 catorce años.


María Graciela Kebani