Y sucedió así. Casi sin darnos cuenta. Empezamos a enmudecer de a poco. Nos habíamos vaciado de palabras.
Al principio no le dimos importancia, pero con el paso del tiempo, la situación comenzó a preocuparnos. Decidimos recurrir a los gestos. Sin embargo, las manos, los ojos, los labios ya no eran suficientes. A fin de cuentas, terminaríamos incomunicados. Cada uno en lo suyo. Dejaríamos de compartir lo que soñábamos, lo que pensábamos.
Hasta que un día, se produjo algo así como un milagro. Nos dimos cuenta de que podíamos comunicarnos a través de la música. Y entonces sí que volvimos a sentirnos un poco más humanos. La música se expandió por todos los espacios y era como si hasta el viento se hubiera convertido en una maravillosa melodía.
Todo era música, una armonía que contagiaba las ganas de vivir y de agradecer. Y la música se adentraba hasta en la sangre, hasta en los huesos y nos transformaba, nos transportaba hasta las esferas celestiales.
Y así, poco a poco, sumamos nuestras voces en un canto capaz de reunirnos y elevarnos por encima de nuestras limitaciones, más allá de nuestras discrepancias, más allá de...
Cantábamos y nuestro canto volaba como vuelan las aves, remontando el viento, buscando el sol.
María Graciela Kebani
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