Así, de repente, se cayó redonda la luna en el pozo de la noche. Entonces hubo más oscuridad y más incertidumbre sobre la faz de la tierra.
Un silencio ominoso creció de tal modo que desbordó los inciertos límites del Universo.
Y nosotros andábamos como ciegos tanteando las paredes del cielo.
Nos aferrábamos al viento, pero el viento nos zarandeaba de aquí para allá, como las hojas desprendidas del otoño.
Y así estábamos, arrastrándonos como serpientes, tratando de vislumbrar alguna claridad, alguna estrella.
Y la vida resbalaba como resbala la lluvia hacia algún sombrío precipicio.
Y nos cercaban las sombras y los sueños ya eran grotescas pesadillas.
Y buscábamos con desesperación la manera de escapar de este pozo donde nos asfixiábamos.
Y ansiábamos la luz, pero solo nos topábamos con penumbras y con pavor comprobábamos que los túneles y las galerías se propagaban, se abrían y se cerraban, giraban, se apretujaban y no podíamos escapar de la trampa en la que nos hallábamos.
Sin embargo, creímos escuchar una voz o, quizás, un alarido que parecía anunciar una luz entre tantas tinieblas.
Y ese solo grito nos trajo un mínimo rayo de esperanza.
María Graciela Kebani
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