En el cielo se agolparon los relámpagos y los truenos estallaron agrietando los muros de la noche. Y nosotros esperábamos con ansia la lluvia. Pero no llovía. No, no llovía. Ni una gota. Y sentíamos la tremenda sed de la tierra en nuestra propia carne. Más reseca que la piel de una tortuga. Ya nos habíamos olvidado de la transparencia, de la frescura de la lluvia.
Hacía meses que no llovía. Podían caer una o dos gotas y nada más. En el templo ardían las velas. No nos quedaban santos para invocar. Hasta la esperanza se nos escapaba. Acabaríamos por resignarnos. Nos habíamos acostumbrado a sobrevivir.
Sin embargo, aquella noche fue diferente. Parecía que en el cielo se libraba una batalla. Una batalla entre ángeles y demonios. ¿Qué se disputaban?
Súbitamente empezaron a caer las primeras gotas y, poco a poco, nuestros cuerpos sedientos pudieron sentir la frescura de una lluvia que como una cascada se precipitaba desde el cielo.
Llovía como si fuera la primera vez.
Y nuestros ojos y nuestros labios y hasta nuestras manos se abrían como las nubes y dejaban caer la bendición de la lluvia.
María Graciela Kebani
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