Una estampida de gritos y el llanto trepando por los lóbregos muros de la noche. Después, silencio. Un silencio ominoso, erizado de púas que se clavaban en nuestros corazones y no nos dejaban respirar.
Nos quedamos sin palabras. Solos.
Con el grito ahogado en la garganta.
Con el llanto deshecho entre las manos.
María Graciela Kebani
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