No sintió el disparo. La sangre le manchó las manos y le cerró los ojos. La muerte no le dio tiempo. Ahora quizás podría conocer el paraíso. Había vivido toda su vida recorriendo los nueve círculos del infierno.
María Graciela Kebani
No sintió el disparo. La sangre le manchó las manos y le cerró los ojos. La muerte no le dio tiempo. Ahora quizás podría conocer el paraíso. Había vivido toda su vida recorriendo los nueve círculos del infierno.
María Graciela Kebani
No encontraba las llaves, ni la billetera, ni los lentes. Tampoco aparecían ni su maletín ni sus relojes. Ni siquiera sus trajes colgaban en los placares ni sus libros se alineaban en su biblioteca. Después de todo, aquella casa no era su casa, ni era su rostro, el rostro que le devolvía la luna del espejo.
El viento sacudía su pelambre con furia inusitada. La tarde se había vuelto noche casi de repente.
Los rayos como serpientes de acero agrietaban los cielos plomizos, mientras los truenos echaban a rodar su estruendosa ira.
Los pájaros ya habían desaparecido buscando amparo.
Pronto la tormenta se nos caería encima y no nos daría tregua. Las plegarias que lográbamos hilvanar, las pavorosas ráfagas del vendaval las deshilachaban.
Hasta los relámpagos desnudaban nuestra impiedad y los truenos no hacían más que acallar nuestras voces suplicantes.
Ningún dios podría perdonarnos.
María Graciela Kebani