Llegó al final y se asomó. La escalera se enroscaba como un caracol. ¿O una serpiente?
Una sensación de vértigo lo obligó a aferrarse aún más a la baranda. Recordó que cuando era niño, creía que allá abajo, se abrían las puertas del infierno donde las almas de los condenados ardían en medio de furiosas llamaradas.
Rápidamente para escapar de estas imágenes apocalípticas se encaminó hacia la puerta vidriada.
Ni bien la traspasó, una extraña claridad se esparcía a su alrededor. El cielo irradiaba una luminosidad espectral.
Aquí y allá, desparramadas, las hojas secas que el viento había dejado caer como un triste despojo de su paso.
Asomó la mirada. La niebla que flotaba vaporosa le impedía divisar algún horizonte.
No alcanzaba a distinguir el mudo campanario. Hacía años que no soltaba ninguna campanada.
Pronto se dejarían caer las sombras de la noche.
Estaba allí, solo, en ese mirador, con su historia a cuestas y no podía vislumbrar ningún rostro a la distancia. Apenas sus manos, vacías.
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