miércoles, 27 de enero de 2021

Tierra baldía

    


    Por fin llegó. Allí estaba la casa más antigua de lo que pensaba. Cuando intentó pulsar el timbre, una oleada de luz le cegó los ojos. 

   Obnubilado, parpadeó varias veces. Detrás de la puerta se abría un terreno baldío repleto de malezas. Nada. Nada quedaba de aquella casa en la que había crecido y pasado sus primeros años.

    Trató de recordar, pero en su mente solo aparecieron imágenes fugaces que, como relámpagos, encendían y apagaban su memoria. Solo retazos de una infancia perdida.

      Una calesita con sus asientos de colores daba vueltas y vueltas sin detenerse. Las ventanas que se abrían y se cerraban cada vez que el viento acarreaba una tormenta.

       Una escalera tenebrosa que conducía a una terraza. Las torres, los dragones y las princesas había que buscarlos en los cuentos. 

       Un baúl lleno de juguetes. Una pelota toda colorada. Hasta un barrilete. ¿Lo había remontado? Y otra escalera que siempre subía. Y malvones rojos y geranios. Sí, había flores en cada ventana y un trompo que también giraba como la calesita. 

        ¿Libros? Hurgaba en ese remolino de recuerdos. ¿Dónde se guardaban los libros? Y él buscaba los brazos de su madre, pero no los encontraba. Y un dolor muy hondo se enroscaba en la garganta.

       Empezó a caminar para no seguir rodando en el vacío.


                                                                                                                  María Graciela Kebani


miércoles, 20 de enero de 2021

El grito

       

       El sol va apagando poco a poco sus velas, mientras la noche abre sus ojos que resplandecen como los ojos de los gatos.

      De sus entrañas escaparán las sombras que irán tejiendo sus relatos de horror.

     Apuró el paso. Quería terminar cuanto antes. De pronto, le pareció que alguien lo seguía. Se equivocaba.

     La calle estaba totalmente desierta. Los faroles empezaban a encenderse. No hacía calor, pero sudaba y sentía la camisa pegada al cuerpo.

     Avanzó con más prisa aún. Parecía huir. Llegó casi jadeando a la esquina.

    El dolor del puñal le ahogó el grito en la garganta.


                                                                                              María Graciela Kebani

lunes, 18 de enero de 2021

Desde el mirador

     


   Aquel atardecer de otoño, cuando las sombras erraban por el edificio, comenzaba a subir por las escaleras. El mármol resistía el paso del tiempo. Por las aberturas que iluminaban el ascenso se colaba un viento bastante frío.

    Llegó al final y se asomó. La escalera se enroscaba como un caracol. ¿O una serpiente?

    Una sensación de vértigo lo obligó a aferrarse aún más a la baranda. Recordó que cuando era niño, creía que allá abajo, se abrían las puertas del infierno donde las almas de los condenados ardían en medio de furiosas llamaradas.

     Rápidamente para escapar de estas imágenes apocalípticas se encaminó hacia la puerta vidriada. 

     Ni bien la traspasó, una extraña claridad se esparcía a su alrededor. El cielo irradiaba una luminosidad espectral.

     Aquí y allá, desparramadas, las hojas secas que el viento había dejado caer como un triste despojo de su paso.

     Asomó la mirada. La niebla que flotaba vaporosa le impedía divisar algún horizonte.

     No alcanzaba a distinguir el mudo campanario. Hacía años que no soltaba ninguna campanada.

    Pronto se dejarían caer las sombras de la noche.

    Estaba allí, solo, en ese mirador, con su historia a cuestas y no podía vislumbrar ningún rostro a la distancia. Apenas sus manos, vacías.

                                                                                                       María Graciela Kebani                                        



    

sábado, 2 de enero de 2021

Solo el muro


      Así, de repente, se topó con una calle cercada de plátanos. Altos, altísimos. No se movía ni una hoja. El tiempo se había detenido. Ni una gota de luz se filtraba a través de las ramas de estos gigantes impávidos. Sin embargo, el sol brillaba allá arriba.

     Aquí, abajo, solo se oía el crujido de las hojas secas desparramadas por la vereda, a medida que avanzaba.

     La atmósfera se tornaba perturbadora.

     Un gato atigrado, erguido como una esfinge, meditaba somnoliento en aquel jardín laberíntico.

     Un ángel de mármol aleteaba en un rincón sombrío de un porche antiquísimo.

     Daba la impresión de que nadie habitaba en esas casonas medio derruidas.

     Caminó titubeando sobre la interminable alfombra de hojas muertas.

     Cuando llegó a la esquina, sorprendido, advirtió que la calle desembocaba en un paredón cubierto de una espesa hiedra.

      Nada a su derecha. Nada a su izquierda. Su perplejidad aumentaba. Solo el muro. Un muro que le imponía un límite infranqueable a su mirada.

                                                                                                        María Graciela Kebani