Por fin llegó. Allí estaba la casa más antigua de lo que pensaba. Cuando intentó pulsar el timbre, una oleada de luz le cegó los ojos.
Obnubilado, parpadeó varias veces. Detrás de la puerta se abría un terreno baldío repleto de malezas. Nada. Nada quedaba de aquella casa en la que había crecido y pasado sus primeros años.
Trató de recordar, pero en su mente solo aparecieron imágenes fugaces que, como relámpagos, encendían y apagaban su memoria. Solo retazos de una infancia perdida.
Una calesita con sus asientos de colores daba vueltas y vueltas sin detenerse. Las ventanas que se abrían y se cerraban cada vez que el viento acarreaba una tormenta.
Una escalera tenebrosa que conducía a una terraza. Las torres, los dragones y las princesas había que buscarlos en los cuentos.
Un baúl lleno de juguetes. Una pelota toda colorada. Hasta un barrilete. ¿Lo había remontado? Y otra escalera que siempre subía. Y malvones rojos y geranios. Sí, había flores en cada ventana y un trompo que también giraba como la calesita.
¿Libros? Hurgaba en ese remolino de recuerdos. ¿Dónde se guardaban los libros? Y él buscaba los brazos de su madre, pero no los encontraba. Y un dolor muy hondo se enroscaba en la garganta.
Empezó a caminar para no seguir rodando en el vacío.
María Graciela Kebani