Llegó por fin cuando anochecía. Trató de controlar sus emociones. La reja que cercaba defensivamente la casa, le ponía límites. Mientras una luna llena de luz blanqueaba los sombríos rincones del porche.
Un gato tan negro como el ébano, mudo, sigiloso, paseaba sus ojos, que resplandecían como estrellas.
De pronto, recordó un doloroso episodio de su infancia que había permanecido dormido durante años en su memoria y, en algunos momentos de su vida, despertaba.
Las lágrimas nublaron su mirada. Buscó al gatito para acariciarlo, pero el felino había desaparecido, furtivamente, entre las sombras. Alcanzó a vislumbrar una ventana iluminada.
Entonces se secó las lágrimas, se dio ánimo y pulsó el timbre.
Del otro lado de la reja, no hubo respuesta. Esperó unos minutos. Insistió. No hubo caso.
Otra vez las lágrimas.
La luz en la ventana acabó por apagarse.
María Graciela Kebani
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