Llegaba la noche y se desataban los ruidos. Primero crujían los muebles de la habitación y luego rechinaban las maderas del piso. Por momentos el viento sacudía las persianas y alborotaba el follaje de los árboles. De cuando en cuando traía el lastimero ladrido de algún perro.
Una canilla desvelaba dejaba caer una gota tras otra. El persistente goteo creció de tal manera que rebalsó las paredes de la habitación.
Los fantasmas entraban y salía de los espejos y los gatos insomnes recorrían, sigilosamente, la azotea buscando algún amorío bajo la luna.
Y yo aquí, con los oídos atentos, con la mirada abierta hurgando en las sombras, mientras los monstruos agazapados en los rincones me espiaban y me clavaban sus ojos fosforescentes y sus púas en mis tortuosos sueños.
Y yo aquí, tratando, inútilmente, de vislumbrar alguna luz que presagiara el alba.
María Graciela Kebani