No se escuchaba ni un murmullo, ni un suspiro, ni una queja. El silencio de Dios abarcaba todo el Universo. Un silencio atroz, irrespirable. Un silencio sin fin y sin principio. Más perturbador que la muerte, más infernal que el propio infierno.
Un silencio que espera el sortilegio de una palabra. Una palabra que impulse nuevamente el mecanismo insondable del Universo.
María Graciela Kebani