A veces, escuchaba al diablo que caminaba por la terraza, bien entrada la madrugada. No podía imaginar a Satanás paseándose con aire fantasmal por mi azotea.
Una noche decidí averiguar qué se traía entre manos. La luna, afortunadamente, andaba exhibiendo su redondo vientre de plata y las baldosas relucían hasta en los rincones. Mis ojos trataron de vislumbrar al intruso. Ni rastros. Ni siquiera su cola endemoniada.
De repente, escuché carcajadas a mis espaldas. Y allí, delante de mí, lo vi, apuntándome con sus ojos de fuego.
-¿Qué pretendés de mí? -lo encaré.
-Siempre pretendo lo mismo. Firmar un pacto.
-¿Querés mi alma? ¿A cambio de qué?
-Vos le ponés precio.
-¿El amor? ¿La belleza? ¿El dinero? ¿El paraíso?
-Todo menos el paraíso.
-¿Y la paz entre los hombre?
-¡Eso, imposible!
-¿No podés garantizarme la paz?
-Por supuesto que no. ¿En qué mundo vivís? ¡Ni Dios puede hacerlo!
María Graciela Kebani