¡Fuego! ¡Fuego! El pavoroso alarido horadó los muros de la noche. En medio del delirio la madre aullaba, mientras las llamas devoraban el silencio aterrador. Estaban solos. Las llamaradas ardientes se elevaban frenéticas, trepidantes.
Ya no encontraba la manera de articular palabra. Ni una plegaria ni siquiera un grito pudo arrancar a su garganta.
"Por favor, mamá". Suplicaba el niño consternado. "No puedo soportar tu dolor".
La madre solo atinó a aferrar al pequeño. Y el hijo sintió cómo el padecimiento infinito de su madre se clavaba con desesperación en sus manitas.
El fuego lanzaba furibundas llamaradas. Acabaría arrasando con los tenues albores del día.
Cenizas. El amanecer, un desierto de cenizas.
María Graciela Kebani