Una lluvia finita, transparente. El sol se nos había ido de las manos. Resbaló por entre las nubes agrisadas, de un gris saturado de nostalgia. Hacía ya muchos días, muchos, que nuestros ojos solo veían agua, solo agua deslizarse por los cristales. No había manera de recordar. Ya no podíamos. Se nos iban yendo también los pájaros. Poco a poco. Y el viento anidaba en los nidos vacíos. Y el sueño tejía y destejía los recuerdos. Crecía el hastío como crecen las sombras cuando la noche empieza a abrir sus pétalos. Y era gris hasta el silencio que respirábamos. Y era gris el cielo que buscábamos, allá arriba, desamparados. Y aún más gris y eterna se volvía la espera. Y no encontrábamos las palabras que nos devolvieran las ilusiones perdidas. Llueve suavemente desde hace tiempo. La lluvia no acaba de resbalar sobre los árboles, sobre los tejados, sobre las plazas, sobre las fuentes… Cae, cae desde nuestra perpleja mirada hasta nuestras manos empapándonos de una extraña melancolía. Llueve y aún no advertimos que la vida también se desliza inexorablemente hacia la noche.
María Graciela Kebani
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