
Corrió desesperadamente hasta la parada. Cuando llegó, el colectivo se alejaba como una tromba. ¿Y ahora? Esperar. Solo esperar, mientras la oscuridad iría in crescendo.
Todo a su alrededor comenzaría a difuminarse pese a los focos luminosos.
Una ráfaga helada le golpeó la cara como un latigazo. ¡Qué mala suerte! Por un minuto. Lo único que le faltaba, que se desatara una tormenta. El viento volvió a cruzarle el rostro y le cerró los ojos. Cuando los abrió, una vez más la oscuridad lo estremeció. Ninguna señal del colectivo. El frío punzante lo dejaba sin aliento y no le daba tregua. El tiempo continuaba su avance inexorable. Se ciñó aún más la bufanda.
Su mirada trató infructuosamente de distinguir los faros del ómnibus en medio de la bruma. Nada.
Entonces, cuando elevó sus ojos al cielo, hacia el este, creyó vislumbrar los primeros rayos del sol.
¿Amanecía?
María Graciela Kebani